domingo, 3 de junio de 2012

La política del nacionalismo catalán





El catalán Joaquín Samaruc escribió en 1924 una sugerente obra titulada Cien años de Catalanismo. La Mancomunidad de Cataluña, en la que consigue caracterizar perfectamente la política de la Lliga Regionalista, primer gran partido político del nacionalismo catalán:

“Era el aprovechamiento de los acontecimientos, por ellos provocados, para favorecer sus fines partidistas; astutamente la Lliga Regionalista ha aprovechado siempre todas las coyunturas para hacer creer a los catalanes la fábula de la antipatía que sienten, por Cataluña, los demás españoles”.

En otra parte de la obra, en referencia a la manipulación partidista que los nacionalistas hicieron de la Mancomunidad, completa el argumento:

“Provocar el frenesí en Cataluña, era amedrentar con el trueno a los gobiernos enclenques residentes en Castilla y conseguir dádivas para apaciguar la cólera catalanista. Los crédulos del Principado, con sus frecuentes y siempre oportunos ataques de epilepsia sentimental, presentaban inapreciables servicios a los directores de la farsa, que por este medio mantenían en la más abyecta sumisión a los gobernantes de la patria”.

En esto se especializó el primer catalanismo político: crear sentimientos de ofensa en los catalanes, que luego servían para reclamar en Madrid beneficios políticos. Y como lo recibido no se correspondía a las expectativas, siempre exageradas, el agravio aumentaba y el arma política se recargaba. Los Gobiernos en Madrid habían creído calmar al nacionalismo con ciertas concesiones pero, sigue Samaruc:

“Los triunfos que significaban tales concesiones, en vez de obrar como sedativos, producían en los regionalistas el efecto de enérgicos estimulantes”.

Tras ocho décadas de escribirse estas líneas se comprueba que son de una actualidad tremenda. Los que en Madrid, al iniciarse la transición democrática, soñaban que concediendo el Estatuto de Autonomía a Cataluña, apaciguarían el sentimiento nacionalista, lo único que consiguieron es que se incrementara. Y el primer Estatuto, con los años, ya no se vio como un beneficio para Cataluña, sino como un corsé opresor. Por eso había que hacer otro. Cada vez que el Gobierno nacional ha concedido el traspaso de una competencia al Gobierno autónomo, éste nunca ha quedado satisfecho y ha iniciado la siguiente reivindicación. Se puede concluir que, aunque en el inicio de la Lliga una parte importante de sus integrantes ni siquiera eran nacionalistas y las reivindicaciones y discursos anti-castellanos eran pura estrategia política, con el tiempo, ellos mismos se embebieron de sus discursos y acabaron convencidos de sus calculadas mentiras. Lo peor es que arrastraron en su ensimismamiento a una parte de la opinión pública catalana que acabó engendrando un sentimiento de aversión primero a Madrid, luego a Castilla y, ahora, a España. Para Samaruc, en la obra antes citada, nada más nacer el catalanismo político, moría el catalanismo puro e ideal de los inicios que no había salido, ni querido salir, del ámbito literario y cultural:

“La fecha de constitución de la Lliga Regionalista señaló el punto inicial de la degeneración del catalanismo doctrinario. El bardo romántico y soñador se convirtió en un especulador maquiavélico; el anhelo noble, en ambición bastarda; el destierro austero, en inmoral intervención de la cosa pública. En aras del egoísmo se sacrificó el amor a la patria y se fomentó una política anti-española, no como resultante de un odio, pero sí de un cálculo”.

Pero este discurso calculado y demagógico llevó finalmente al odio. Y no hay peor odio que el que no se puede objetivar y racionalizar. Éste es el drama del nacionalismo actual: sabe que odia, pero no sabe por qué odia.

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